miércoles, 19 de febrero de 2020

753. Las consecuencias del orgullo en la nación


Santiago 4:6 RVC
6 Pero la gracia que él nos da es mayor. Por eso dice: «Dios se opone a los soberbios, y da gracia a los humildes.»

Santiago 4:10 RVC
10 ¡Humíllense ante el Señor, y él los exaltará!

Mateo 23:12 RVC
12 Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

Lucas 14:11 RVC
11 Porque todo el que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido.»

Proverbios 29:23 RVC
23 La soberbia humilla al hombre; al humilde de espíritu lo sostiene la honra.

Proverbios 16:18 RVC
18 La soberbia precede al fracaso; la arrogancia anticipa la caída.

Proverbios 11:2 RVC
2 Con la soberbia llega también la deshonra, pero la sabiduría acompaña a los humildes.

Parte del diagnóstico del mal argentino es el orgullo. Estamos de acuerdo con que esto no es ninguna novedad, porque la raíz del problema humano (o al menos, una de sus raíces fundamentales, según como se mire el asunto) es el orgullo. Sin embargo, el orgullo puede manifestarse de muchas formas, por eso aquí se hace especial énfasis en la “soberbia”, que es una forma “extrema”, por así decirlo, de orgullo; manifiesta y especialmente repugnante, no solo para las otras personas sino especialmente para Dios.

Hay cuestiones teológicas en la Biblia que requieren un análisis exhaustivo para ser entendidas correctamente, pero no muchos temas están expresados de manera tan breve y tan clara como este, tanto en el Antiguo Testamento, como en los Evangelios como en las Epístolas. De principio a fin no puede quedar ninguna duda, y nadie necesita tener estudios históricos, antropológicos, arqueológicos, lingüísticos, sociológicos o teológicos para entenderlo, en ninguna parte del mundo.

Y precisamente allí tenemos, creo yo, la principal causa de nuestra situación como argentinos: el orgullo rayano en la soberbia. Y su solución: la humildad.

Hemos sido deshonrados y humillados vez tras vez delante de todas las naciones del mundo; una nación que en los albores del siglo XX asomaba para transformarse en una potencia, terminó humillada en el fracaso de quien tiene todo para ser importante pero queda a lo último. Esto es parte del duro diagnóstico que no queremos ver.

En las historias del festejo del Centenario, allá por 1910, queda en claro ese espíritu de orgullo y soberbia que se mostraba indisimuladamente. Pero nos sobran las historias más domésticas y cercanas. Una nación que se ensoberbece en sus propias fuerzas, ¿podrá ser bendecida por Dios? No, será humillada.

Esa es, creo yo, la raíz más oscura y pútrida de la nación, y la más fácil de diagnosticar de todas; nada más evidente en la Palabra de Dios ni en la historia. Una raíz nacional a la vez que un pecado individual de sus habitantes. Para los que protestan cuando presento el Evangelio desde un enfoque de naciones, aquí tenemos una conexión “perfecta” entre lo colectivo y lo individual.

A la vez, nada más fácil de extirpar: un claro diagnóstico es la mitad de la solución. Necesitamos la humildad, que no es “transformarse en un trapo de piso”, como buena parte de la tradición católica y evangélica nos han dicho muchas veces y como ha llegado a estar en parte de nuestra cultura nacional. De hecho, el “espíritu de trapo de piso” no es más que el mismo orgullo manifestado de otra forma.

El primer acto de humildad es reconocer este grave problema en la nación, por más que no sea “mi” problema principal. De hecho, quien puede reconocerlo es quien no está gravemente afectado por él. Y precisamente quien tiene una dosis de humildad como para darse cuenta, corre el peligro de caer presa del orgullo al pensar: “¿por qué tengo que asumir un problema que yo no tengo y humillarme por los soberbios?”. Esto es algo muy difícil, pero es precisamente lo que hizo Jesucristo en la cruz: fue humillado, expuesto desnudo (no cubierto con una tela como muestran los pintores) a la muerte más vergonzosa para vencer DE ESA FORMA la primera raíz del pecado humano, el orgullo.

La victoria sobre el orgullo y la soberbia ya fue ganada en la cruz, no necesitamos, ni podríamos, “repetir” ese acto. Pero sí necesitamos asumir el mismo espíritu de humildad y humillarnos primero delante de Dios por la extrema soberbia histórica de nuestra nación. Las cuentas hay que arreglarlas primero con Él.

Luego debemos sembrar verdadera humildad, que, de nuevo, no tiene nada que ver con ser “trapo de piso” ni con dejar pasar las injusticias. De hecho, la verdadera humildad es exponer la injusticia y la soberbia, no en base a nuestras propias virtudes ni a las virtudes de la nación, sino en base a Su justicia y Sus virtudes.

La cultura de la “avivada” ha hecho parecer “zonzo” y “gil” al humilde. Pero hoy comemos los frutos amarguísimos de esa “viveza”. ¿No es hora de mostrar las cosas tal como son?


Danilo Sorti


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