viernes, 14 de diciembre de 2018

649. Santiago: la pobreza y la riqueza – XVI, seguimos discriminando…


Santiago 2:8-13 RVC
8 Bien harán ustedes en cumplir la ley suprema de la Escritura: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»;
9 pero si ustedes hacen diferencia entre una persona y otra, cometen un pecado y son culpables ante la ley.
10 Porque cualquiera que cumpla toda la ley, pero que falle en un solo mandato, ya es culpable de haber fallado en todos.
11 Porque el que dijo «No cometerás adulterio» también dijo «No matarás». Es decir, que alguien puede no cometer adulterio, pero si mata, ya ha violado la ley.
12 Hablen y vivan como quienes van a ser juzgados por la ley que nos da libertad,
13 pues a los que no tienen compasión de otros, tampoco se les tendrá compasión cuando sean juzgados, porque la compasión prevalece sobre el juicio.

En los artículos anteriores de la serie estuvimos hablando sobre el tema de la discriminación, que se re-crea en cada época, por más que se proclame lo contrario. No voy a volver sobre eso pero sí una reflexión: ¿qué significa verdaderamente “hacer diferencia”?

No hay que tomar la frase fuera de contexto, toda la carta indica bien a qué se refiere, porque lo cierto es que Dios SÍ HACE DIFERENCIAS, y dentro de la iglesia también debemos hacerlas. No se trata de las diferencias que plantea Santiago, en el amor, pero sí en la responsabilidad y autoridad que cada uno puede ocupar dentro del Cuerpo de Cristo. “No hacer diferencias” hay que entenderlo en el sentido de no hacer un juicio injusto, pero hay juicios justos, los que corresponden al esfuerzo y los méritos espirituales de cada uno, que son diferentes, y que implican por lo tanto distintos niveles de autoridad e influencia.

Desde el momento que leemos:

Lucas 6:12-13 RVC
12 Por esos días Jesús fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios.
13 Al llegar el día, llamó a sus discípulos y escogió a doce de ellos, a los cuales también llamó apóstoles, a saber:

Está claro que hay diferencias. Podríamos seguir mucho más, hablando sobre los dones y el ministerio particular de cada uno, o la disciplina dentro de la Iglesia. ¡Claro que hay diferencias! Pero no se trata de las diferencias basadas en el juicio injusto o pre-juicioso, sino basadas en los méritos de cada uno.

Desde este punto de vista, entonces, se está discriminando cuando tenemos dos candidatos a un cargo en la congregación pero elegimos al hijo de Fulano por ser Fulano (¡o viceversa!), o rechazamos a otro porque es más negrito (o blanquito, la discriminación por colores no es propiedad exclusiva de ninguna piel…) o por lo que sea que no tenga que ver con la guía del Espíritu. Volvamos al pasaje de Lucas: Jesús pasó toda la noche orando, y luego pudo tener la visión perfectamente clara de a quiénes Dios había elegido… ¡incluido Judas!

Lo mismo podríamos decir de los proyectos o ideas que se presentan en los grupos de trabajo, o a quiénes se decide apoyar o no, o todo lo que tiene que ver con la vida de iglesia y con la “diferenciación” que es correcta hacer.

De la misma manera, no tiene el mismo peso la palabra del hermano que recién llegó y arrastra todavía mucho de la forma de pensar de la vieja vida que el hermano maduro en Cristo; algunas estructuras de gobierno eclesiástico permiten que tengan la misma autoridad y al final los hermanos maduros terminan siendo humillados y criticados por los que todavía necesitan una buena horneada en el Espíritu… ¡Eso es discriminación!

Bueno, en definitiva, ¿quién y dónde puede hacer un juicio perfectamente justo? Solo Dios, claro. Y dado que nosotros no, es inevitable que tengamos alguna dosis de discriminación y que la suframos a su vez. Ahí necesitamos el amor para tolerar y la humildad para reconocer el error.

De paso, también hacemos juicios injustos cuando nos plegamos a las diversas olas de críticas que la oposición al que gobierna inicia con mensajes recortados y reproducibles (“memes”). Creo que los cristianos se han subido en masa a ese tren.

Y no voy a hablar de las cosas que decimos de nuestros cónyuges, hijos y familiares porque ya hay muchos libros escritos al respecto…

Ahora bien, ¡qué fácil que es emitir un juicio injusto! Si hay un pecado que en este siglo de “profusión verborrágica” (muy poca de la cual resulta útil…) puede pasar perfectamente desapercibido y hasta ser ardientemente justificado, es la discriminación verbal, el juicio injusto con nuestras bocas, que inevitablemente nos llevará a un pensamiento injusto y terminará en acciones injustas. Lo que Santiago está dejando en claro es que se trata de un PECADO, y que aún el más mínimo pecado es suficiente para ser culpables.

Podemos suponer que los cristianos que leyeron esa carta estaban seguros de que su discriminación al seno de la congregación no resultaba nada demasiado importante y que, como ellos no mataban ni adulteraban ni hacían otras cosas semejantes, ya eran lo “suficientemente buenos” delante de Dios. Esta estructura de pensamiento suele ser muy común en el mundo y dentro de la iglesia también. En base a ella justificamos normalmente nuestros excesos de palabras y algunas de nuestras acciones.

El problema es que no se trata de “pecados” sino de EL PECADO que vive en nosotros, la raíz de pecado, no los frutos. Todos los hombres compartimos esa misma raíz, pero se manifiesta de formas muy distintas. Por supuesto que “no es lo mismo” uno que otro, y es cierto que hay personas más culpables que otras. Pero aún el más pequeño ya es una señal de nuestra naturaleza caída, ya es un rechazo a Dios y merece el juicio del infierno.

El “que falle en un solo mandato, ya es culpable de haber fallado en todos” se entiende solo de esa forma; en base a una naturaleza pecadora que se manifiesta de maneras diferentes. Esto podría ser un concepto básico pero creo que a muchos cristianos les cuesta todavía.

Santiago “toca apenas” algo que Pablo desarrolló mucho en Gálatas (hay una serie de artículos al respecto) sobre la libertad cristiana cuando dice: “Hablen y vivan como quienes van a ser juzgados por la ley que nos da libertad”, ya que a primera vista una ley no parece ser precisamente algo que nos de libertad sino más bien que nos restrinja. Lo cierto es que esa forma de pensar es muy propia del hombre caído y en especial de este siglo: toda ley es vista como una restricción, una limitación que hay que romper. El mensaje es tan fuerte y se graba de tan chiquitos que es algo prácticamente natural en todo hombre moderno.

Lo cierto es que una ley es lo que permite que ocurra algo. Sin la ley de gravedad no tendríamos universo, ni estrellas, ni planetas, ni vida. Claro que pone un límite, pero también permite. La clave, precisamente, de toda ley, es que PERMITE que ocurran las cosas de una manera en la que NO SE SALEN DE CONTROL.

Bueno, no voy a repetir lo que dije en relación con Gálatas, pero lo cierto es que aquí tenemos “otra” ley, que es en realidad la misma que Dios había comenzado a darle a Abraham, pero que Israel terminó entendiendo mal y a la que Jesucristo vino a perfeccionar. Santiago probablemente no esté escribiendo a creyentes judíos legalistas, más bien, es más seguro que los lectores estuvieran más influidos por una errónea comprensión de la gracia, muy parecida a la que tenemos hoy.

Pero en esa mezcolanza tenían también una impronta de la “ley” judía. La verdadera ley, si es que querían vivir así, es la de Cristo, y el resumen de ella es el amor, manifestado en una compasión práctica, que se expresa en hechos. Por encima de las ordenanzas está la práctica del amor, y esto lo escribe como una especie de “corolario” de esta sección en la que estuvo cuestionando la parcialidad de la congregación.

Riqueza y pobreza: Santiago nos llama a tener la verdadera riqueza espiritual, la obediencia a la Ley de Cristo.


Danilo Sorti




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