Santiago 2:8-13 RVC
8 Bien harán ustedes en cumplir la ley
suprema de la Escritura: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»;
9 pero si ustedes hacen diferencia entre una
persona y otra, cometen un pecado y son culpables ante la ley.
10 Porque cualquiera que cumpla toda la ley,
pero que falle en un solo mandato, ya es culpable de haber fallado en todos.
11 Porque el que dijo «No cometerás
adulterio» también dijo «No matarás». Es decir, que alguien puede no cometer
adulterio, pero si mata, ya ha violado la ley.
12 Hablen y vivan como quienes van a ser
juzgados por la ley que nos da libertad,
13 pues a los que no tienen compasión de
otros, tampoco se les tendrá compasión cuando sean juzgados, porque la
compasión prevalece sobre el juicio.
En los artículos anteriores de la serie
estuvimos hablando sobre el tema de la discriminación, que se re-crea en cada
época, por más que se proclame lo contrario. No voy a volver sobre eso pero sí
una reflexión: ¿qué significa verdaderamente “hacer diferencia”?
No hay que tomar la frase fuera de contexto,
toda la carta indica bien a qué se refiere, porque lo cierto es que Dios SÍ
HACE DIFERENCIAS, y dentro de la iglesia también debemos hacerlas. No se trata
de las diferencias que plantea Santiago, en el amor, pero sí en la
responsabilidad y autoridad que cada uno puede ocupar dentro del Cuerpo de
Cristo. “No hacer diferencias” hay que entenderlo en el sentido de no hacer un
juicio injusto, pero hay juicios justos, los que corresponden al esfuerzo y los
méritos espirituales de cada uno, que son diferentes, y que implican por lo
tanto distintos niveles de autoridad e influencia.
Desde el momento que leemos:
Lucas 6:12-13 RVC
12 Por esos días Jesús fue al monte a orar, y
pasó la noche orando a Dios.
13 Al llegar el día, llamó a sus discípulos y
escogió a doce de ellos, a los cuales también llamó apóstoles, a saber:
Está claro que hay diferencias. Podríamos
seguir mucho más, hablando sobre los dones y el ministerio particular de cada
uno, o la disciplina dentro de la Iglesia. ¡Claro que hay diferencias! Pero no
se trata de las diferencias basadas en el juicio injusto o pre-juicioso, sino
basadas en los méritos de cada uno.
Desde este punto de vista, entonces, se está
discriminando cuando tenemos dos candidatos a un cargo en la congregación pero
elegimos al hijo de Fulano por ser Fulano (¡o viceversa!), o rechazamos a otro
porque es más negrito (o blanquito, la discriminación por colores no es
propiedad exclusiva de ninguna piel…) o por lo que sea que no tenga que ver con
la guía del Espíritu. Volvamos al pasaje de Lucas: Jesús pasó toda la noche
orando, y luego pudo tener la visión perfectamente clara de a quiénes Dios
había elegido… ¡incluido Judas!
Lo mismo podríamos decir de los proyectos o
ideas que se presentan en los grupos de trabajo, o a quiénes se decide apoyar o
no, o todo lo que tiene que ver con la vida de iglesia y con la
“diferenciación” que es correcta hacer.
De la misma manera, no tiene el mismo peso la
palabra del hermano que recién llegó y arrastra todavía mucho de la forma de
pensar de la vieja vida que el hermano maduro en Cristo; algunas estructuras de
gobierno eclesiástico permiten que tengan la misma autoridad y al final los
hermanos maduros terminan siendo humillados y criticados por los que todavía
necesitan una buena horneada en el Espíritu… ¡Eso es discriminación!
Bueno, en definitiva, ¿quién y dónde puede
hacer un juicio perfectamente justo? Solo Dios, claro. Y dado que nosotros no,
es inevitable que tengamos alguna dosis de discriminación y que la suframos a
su vez. Ahí necesitamos el amor para tolerar y la humildad para reconocer el
error.
De paso, también hacemos juicios injustos
cuando nos plegamos a las diversas olas de críticas que la oposición al que
gobierna inicia con mensajes recortados y reproducibles (“memes”). Creo que los
cristianos se han subido en masa a ese tren.
Y no voy a hablar de las cosas que decimos de
nuestros cónyuges, hijos y familiares porque ya hay muchos libros escritos al
respecto…
Ahora bien, ¡qué fácil que es emitir un
juicio injusto! Si hay un pecado que en este siglo de “profusión verborrágica” (muy
poca de la cual resulta útil…) puede pasar perfectamente desapercibido y hasta
ser ardientemente justificado, es la discriminación verbal, el juicio injusto
con nuestras bocas, que inevitablemente nos llevará a un pensamiento injusto y
terminará en acciones injustas. Lo que Santiago está dejando en claro es que se
trata de un PECADO, y que aún el más mínimo pecado es suficiente para ser
culpables.
Podemos suponer que los cristianos que
leyeron esa carta estaban seguros de que su discriminación al seno de la
congregación no resultaba nada demasiado importante y que, como ellos no
mataban ni adulteraban ni hacían otras cosas semejantes, ya eran lo
“suficientemente buenos” delante de Dios. Esta estructura de pensamiento suele
ser muy común en el mundo y dentro de la iglesia también. En base a ella
justificamos normalmente nuestros excesos de palabras y algunas de nuestras
acciones.
El problema es que no se trata de “pecados”
sino de EL PECADO que vive en nosotros, la raíz de pecado, no los frutos. Todos
los hombres compartimos esa misma raíz, pero se manifiesta de formas muy
distintas. Por supuesto que “no es lo mismo” uno que otro, y es cierto que hay
personas más culpables que otras. Pero aún el más pequeño ya es una señal de
nuestra naturaleza caída, ya es un rechazo a Dios y merece el juicio del
infierno.
El “que falle en un solo mandato, ya es culpable
de haber fallado en todos” se entiende solo de esa forma; en base a una
naturaleza pecadora que se manifiesta de maneras diferentes. Esto podría ser un
concepto básico pero creo que a muchos cristianos les cuesta todavía.
Santiago “toca apenas” algo que Pablo
desarrolló mucho en Gálatas (hay una serie de artículos al respecto) sobre la
libertad cristiana cuando dice: “Hablen y vivan como quienes van a ser juzgados
por la ley que nos da libertad”, ya que a primera vista una ley no parece ser
precisamente algo que nos de libertad sino más bien que nos restrinja. Lo
cierto es que esa forma de pensar es muy propia del hombre caído y en especial
de este siglo: toda ley es vista como una restricción, una limitación que hay
que romper. El mensaje es tan fuerte y se graba de tan chiquitos que es algo
prácticamente natural en todo hombre moderno.
Lo cierto es que una ley es lo que permite
que ocurra algo. Sin la ley de gravedad no tendríamos universo, ni estrellas,
ni planetas, ni vida. Claro que pone un límite, pero también permite. La clave,
precisamente, de toda ley, es que PERMITE que ocurran las cosas de una manera
en la que NO SE SALEN DE CONTROL.
Bueno, no voy a repetir lo que dije en
relación con Gálatas, pero lo cierto es que aquí tenemos “otra” ley, que es en
realidad la misma que Dios había comenzado a darle a Abraham, pero que Israel
terminó entendiendo mal y a la que Jesucristo vino a perfeccionar. Santiago
probablemente no esté escribiendo a creyentes judíos legalistas, más bien, es
más seguro que los lectores estuvieran más influidos por una errónea
comprensión de la gracia, muy parecida a la que tenemos hoy.
Pero en esa mezcolanza tenían también una
impronta de la “ley” judía. La verdadera ley, si es que querían vivir así, es
la de Cristo, y el resumen de ella es el amor, manifestado en una compasión
práctica, que se expresa en hechos. Por encima de las ordenanzas está la
práctica del amor, y esto lo escribe como una especie de “corolario” de esta
sección en la que estuvo cuestionando la parcialidad de la congregación.
Riqueza y pobreza: Santiago nos llama a tener
la verdadera riqueza espiritual, la obediencia a la Ley de Cristo.
Danilo Sorti
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