Gálatas 2:15-21 RVC
15 Nosotros somos judíos de nacimiento, y no
pecadores salidos de los no judíos.
16 Sabemos que el hombre no es justificado
por las obras de la ley sino por la fe de Jesucristo, y también hemos creído en
Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la
ley, ya que por las obras de la ley nadie será justificado.
17 Y si al buscar ser justificados en Cristo,
también nosotros somos hallados pecadores, ¿será por eso Cristo ministro de
pecado? ¡De ninguna manera!
18 Porque si las mismas cosas que destruí,
las vuelvo a edificar, me hago transgresor.
19 Porque yo, por la ley, soy muerto para la
ley, a fin de vivir para Dios.
20 Pero con Cristo estoy juntamente crucificado,
y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí; y lo que ahora vivo en la carne,
lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por
mí.
21 No desecho la gracia de Dios; pues si la
justicia dependiera de la ley, entonces por demás habría muerto Cristo.
El poder del reino de las tinieblas se
fundamenta en el engaño, de principio a fin. Satanás no tiene ningún poder
legítimo porque lo perdió al ser expulsado, él y todos los suyos, sin embargo,
logró recuperar buena parte al engañar al hombre y lograr que éste le cediera
su autoridad. Pero este principio es necesario “repetirlo” con cada engaño, y
el Espíritu de la Religión no es una excepción: ¿cómo logra la base de su
poder? A partir de los deseos engañosos que anidaron en el corazón humano y
quizás el principal en este caso sea el deseo de lograr la autojustificación,
es decir, “hacer” algo para alcanzar la salvación o méritos espirituales o
asegurar alguna bendición.
“Hacer” algo para lograr la bendición de los
buenos espíritus o aplacar a los malos, o lograr que algo suceda en el mundo
natural, es la base de las prácticas religiosas del animismo y de la
hechicería. El animismo, que engloba una gran diversidad de creencias, está
fundamentado en el temor y constituye la forma religiosa más “básica” del ser
humano. Claramente está fundamentada en la “manipulación” del mundo espiritual.
Todas las religiones no judeocristianas
también tienen un conjunto de prácticas que son fundamentales para alcanzar la
meta prometida; todas están dominadas por alguna forma de autojusticia. Se
supone que la religión de Israel primero, y el cristianismo después, fueran las
religiones basadas enteramente en la gracia y así lo establece la Biblia, sin
embargo el Espíritu de la Religión ha hecho un muy buen trabajo introduciendo
una vastísima paleta de “prácticas religiosas” que, si bien no prometen (generalmente)
alcanzar la salvación porque eso claramente permanece por gracia, pueden
“construir muchos peldaños” hacia el cielo…
El judaísmo en la época del Nuevo Testamento
había caído claramente en una religiosidad basada en obras externas, eso lo
podemos leer por demás de claro en los Evangelios y en la confrontación de
Jesús con los religiosos. La joven iglesia estaba siendo afectada por los
maestros que venían de esa formación, que habían “creído” en Jesucristo, pero
que seguían con el mismo espíritu religioso, que por otro lado era común en el
ambiente pagano donde se movían.
Ahora bien, esto es algo clave. Cuando
hablamos de religión gastamos litros y litros de tinta criticando a los falsos
maestros, los líderes hipócritas, los apostolobos y su afán de control y lucro.
Sin embargo, como dice un refrán muy conocido, “la culpa no la tiene el chancho
sino el que le da de comer” y alguien da de comer a esta gente, precisamente
las multitudes que quieren alguna forma de autojusticia, es decir, una
“religión” al alcance “del pueblo”, como está de moda decir ahora, algo que
muchas veces, en el mundo subdesarrollado, es más bien una mezcla de prácticas
hechiceras con discursos cristianos.
El engaño del Espíritu de la Religión se
sustenta en el deseo de autojusticia de las personas, es decir, de lograr
méritos por esfuerzo propio sin depender de la gracia. Aún el evangelio
pervertido de la prosperidad, o de la “gracia barata”, aunque no lo parezca,
tiene sus formas de autojusticia, porque si bien allí Dios no se preocupa mucho
por los pecados ni por el estilo de vida ni por la consagración, conseguir
determinadas bendiciones implica determinado monto de dinero o esfuerzo
personal.
“Gracia versus obras” ha sido la lucha de los
siglos dentro del cristianismo, casi nunca bien resuelta. El Espíritu Santo
permitió que en el Nuevo Testamento tengamos a Hebreos antes que a Santiago,
uno al lado del otro, para que no caigamos en una fe sin obras o en obras sin
fe. Pablo habla mucho de la fe en contraposición a la religión de obras que era
el judaísmo de ese entonces, que en realidad también había pervertido el
mensaje original de Dios: ellos debían saber que nunca podrían cumplir todas
las obras necesarias para ser justos por sí mismos, y que por eso se les había
dado el sistema de sacrificios, los cuales necesariamente apuntaban a Cristo.
Sin embargo, muchos no lo entendieron así y pensaron que una práctica religiosa
más o menos esforzada les garantizaba la salvación.
Pablo había vivido bajo ese sistema pesado y
diabólico, y encontró en Cristo la libertad para su alma atormentada, porque
nada menos que un alma profundamente atormentada puede hacer algo tan
antinatural como perseguir a esa nueva comunidad de la fe que claramente no
estaba cometiendo ningún ilícito ni perjuicio moral. Consideramos que Pablo era
un “buen religioso” cuando en realidad era alguien profundamente atormentado
por la culpa y la religión.
Luego de encontrar la verdadera libertad en
Cristo, creyendo en la gracia que se manifestó en Él, no podía comprender cómo
era posible que los gálatas quisieran regresar a la cárcel de la religión, de
una forma distinta, sin ídolos paganos, mucho más “sana”… pero religión al fin.
La fe responde a la gracia, pero esto es una
respuesta espiritual. Cumplir con los requisitos de la Ley solamente podían
hacer justo al que los cumpliera todos, y era obvio que nadie podía hacer eso,
excepto Uno. Aquél que sí los cumplió se transformó en el objeto de fe,
inevitablemente debemos recibir salvación de Él, Su justicia legítimamente
ganada se nos asigna a nosotros, por pura gracia, sin ningún mérito, sólo por
creer.
Ahora bien, notemos que aquí está hablando de
la salvación, no de las recompensas eternas o del discipulado o de la
santificación. Las obras tienen un lugar importante, pero NO EN ESTA ETAPA, no
en la “puerta de entrada”… que en realidad es también el camino.
Entramos por la fe a la salvación y seguimos
en el camino por la fe, que nos permite recibir toda la provisión necesaria de
la gracia de Dios, es decir, ¡por puro amor, sin merecerla!
La autojustificación no puede recibir por
amor porque no acepta ese amor, por ello la religión no puede dar verdadero
amor; los religiosos son amargados y duros en juzgar, incluso pueden llegar al
asesinato como Pablo, o bien pueden hacer muchas obras motivadas por la culpa o
los buenos sentimientos humanos, siendo “más misericordiosos que Dios” y haciendo
lo que no deben hacer; pero sin el verdadero amor de Dios.
Recibir amor es ser como un niño,
reconociendo que no puedo dar nada a cambio más que amor. Y ahí tenemos otro
problema con la gracia: si recibo amor, “debo” dar amor, pero eso me quita a mí
del centro y lo pone a otro, en este caso, Dios. La autojusticia, alimentada
por el orgullo, no puede tener otro centro que no sea “yo”.
Cuando puedo hacer algo para mi salvación
entonces tengo “la sartén por el mango”, yo controlo el asunto y “sé” que lo
voy a lograr… lo cual obviamente es mentira, pero me da la falsa seguridad de
pensar que puedo alcanzar esa gran meta, la de “agradar a Dios”, la de
congraciarme con Él. Todos saben en sus espíritus que necesitan llegar a Dios,
el asunto es con qué camino.
La justificación por Cristo “me hace”
pecador, es decir, desvela de principio a fin que soy un pecador, que no me
puedo “solucionar” a mí mismo y que nunca podré, lo cual me expone a la
vergüenza (normalmente la vergüenza de verme a mí mismo tal cual soy, la peor) ¡y
a la autojustificación no le gusta eso!
La autojustificación está “a la vuelta de la
esquina”, siempre asechando, y siempre es posible reconstruir alguna estructura
de justicia propia para lograr “algo” por mérito propio, desconectándose en
parte de la gracia.
“Muerto a la ley” no significa que puedo
vivir como quiera, repetimos que aquí no se está hablando de la santidad o la
vida regenerada. Significa que ya no hay ningún esfuerzo posible por alcanzar
méritos haciendo las obras de la ley; las obras justas son ahora una expresión
de gratitud “de adentro hacia afuera” y no una acción “de afuera hacia adentro”
para que el “adentro” se vuelva justo.
Vivir “para la ley” es vivir para uno mismo,
esforzándose uno en alcanzar lo que se supone que es bueno. Muerto a la ley es
muerto a todo esfuerzo humano, literalmente, muerto al mundo, crucificado,
porque en el mundo solo puede haber esfuerzos humanos en alcanzar algo, todas
las religiones los tienen.
El valor de la muerte de Cristo solo se
entiende cuando comprendemos la necesidad de la gracia; mientras no se nos
revela en toda su dimensión lo irremediablemente pecador que es el corazón
humano, la cruz de Cristo no adquiere todo su valor. Su muerte fue
estrictamente necesaria, era absolutamente imposible que hombre alguno alcanzara
la salvación de otro modo; así de devastador ha sido el efecto del pecado, y
así de inconmensurable la obra de gracia. Sin dudas, estamos ante “magnitudes”
muy grandes, y algunos las encuentran difícil de aceptar (no digo comprender),
y por eso terminan cayendo en alguna especie de autojusticia.
No hay camino intermedio: o es gracia o es
autojusticia. Aún la “gracia barata” que se ofrece en muchas iglesias
normalmente populosas no es tal cosa sino una especie de autojusticia diluida,
pero autojusticia al fin.
Y es que la gracia no la entiende “la carne”,
es decir, nuestra mente humana, es algo que solo entiende el espíritu y que
luego transmite a la mente humana, y que esta debe aceptar como revelación,
creyendo sin llegar a comprender todo. Cuando “la carne”, la naturaleza
pecadora, la mente humana, rechaza ese testimonio del espíritu intenta tomar
“cartas en el asunto” y entonces aparece alguna forma de autojusticia: mi
comprensión natural no puede hacer otra cosa que no sea esa.
Es imposible para el alma humana entender la
gracia, pero el espíritu sí puede y el alma debe aceptar ese testimonio. Eso es
“morir”, eso es estar “crucificado”: el alma ya no domina, sino que domina la
“fe”, que tampoco se entiende con categorías únicamente intelectuales. Fe nunca
es “creer porque sí”, ni siquiera cuando hay un testimonio suficiente como para
hacer que sea intelectualmente perverso no creer. Fe es el sometimiento del
alma a los dictados del espíritu, que está viendo las realidades espirituales.
El espíritu entiende la obra de Cristo, ve la cruz y ve la gracia, sabe
responder con amor y gratitud, sabe de dónde viene toda fuente de vida y poder;
el alma debe aceptar ese testimonio.
En definitiva, tenemos una lucha entre el
alma racional que quiere tomar las riendas de la salvación o el alma que acepta
el testimonio del espíritu y se entrega al río de la gracia de Dios, se “deja
llevar”, recibe amor y da amor, se ubica voluntariamente en un segundo plano,
acepta su pecado irresoluble sino por Cristo y va a la cruz, tomando su parte
en los sufrimientos, que son solo sufrimientos del cuerpo y del alma, pero no
del espíritu, que es eterno.
¡Señor, ayudanos a discernir el alma del
espíritu!
Danilo Sorti
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