Santiago 1:19-27 RVC
19 Por eso, amados hermanos míos, todos
ustedes deben estar dispuestos a oír, pero ser lentos para hablar y para
enojarse,
20 porque quien se enoja no promueve la
justicia de Dios.
21 Así que despójense de toda impureza y de
tanta maldad, y reciban con mansedumbre la palabra sembrada, que tiene el poder
de salvarlos.
22 Pero pongan en práctica la palabra, y no
se limiten sólo a oírla, pues se estarán engañando ustedes mismos.
23 El que oye la palabra pero no la pone en
práctica es como el que se mira a sí mismo en un espejo:
24 se ve a sí mismo, pero en cuanto se va, se
olvida de cómo es.
25 En cambio, el que fija la mirada en la ley
perfecta, que es la ley de la libertad, y no se aparta de ella ni se contenta
sólo con oírla y olvidarla, sino que la practica, será dichoso en todo lo que
haga.
26 Si alguno de ustedes cree ser religioso,
pero no refrena su lengua, se engaña a sí mismo y su religión no vale nada.
27 Delante de Dios, la religión pura y sin
mancha consiste en ayudar a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y
en mantenerse limpio de la maldad de este mundo.
En este pasaje encontramos una serie de
secuencias o relaciones, causa consecuencia, que es en lo que consiste la
verdadera sabiduría. Una cosa es el conocimiento “descriptivo”, el dato “duro”;
eso es a lo que llamamos “conocimiento”. Otra cosa es poder utilizar ese conocimiento
para establecer relaciones de causa y consecuencia y aplicarlo para explicar y
predecir, a fin de tomar el curso de acción más acertado. Eso es a lo que
llamamos “sabiduría”, y es un bien extremadamente escaso en este siglo XXI,
donde el conocimiento ha aumentado como nunca en la historia de la humanidad.
Santiago destaca por su sabiduría, precisamente por estas relaciones, por su
capacidad para ir “al fondo” del asunto, de una manera muy sencilla y
entendible (lo cual es señal de más sabiduría).
El versículo 19 nos muestra, en lo negativo,
la secuencia “no oír – rápido para hablar – rápido para enojarse”, con lo cual
entendemos que lo último sucede porque se ha hablado demasiado rápido sin haber
tenido toda la información ni los hechos. Exactamente lo que ocurre hoy,
especialmente con los grupos más exaltados de jóvenes, la “nueva izquierda”;
pero no solamente con ellos, de hecho es algo muy humano.
¿Por qué no oímos? Porque creemos que ya
sabemos, hemos aceptado determinadas estructuras de pensamiento y con ellas ya
suponemos que podemos explicar todo, que podemos meter toda la realidad en ese
molde y no hace falta más. Eso se llama necedad.
¿Por qué hablamos rápido? En el fondo, porque
dudamos y necesitamos reforzar lo que en nosotros está todavía débil. También
porque odiamos y necesitamos expulsar ese odio cuando encontramos el “sujeto
odiable”. Porque vivimos en una guerra continua (Santiago hablará de eso más
adelante) y necesitamos aprovechar cada mínima oportunidad para combatir al
enemigo (los argentinos somos expertos en eso…).
El enojo es la consecuencia necesaria, no
solamente porque el otro se va a enojar con nosotros (¡y con razón!), sino
porque, como dirá más adelante Santiago, nuestra lengua, al “funcionar”, se
transforma en una puerta abierta al Adversario, el que pone palabras de más que
generan un círculo vicioso y una escalada verbal, que termina haciéndonos
enojar.
¿Nos enojamos fácilmente? ¿No podemos
controlarlo? ¿No será que estamos iniciando este círculo vicioso sin darnos
cuenta, que no escuchamos adecuadamente (es decir, buscar la información que
necesitamos, esperar antes de emitir un juicio o tomar una decisión, no
solamente “escuchar” en sentido literal, sino informarse, leer sobre el asunto,
orar, esperar a que Dios hable)? ¿No será que “hablamos” demasiado rápido (es
decir, emitimos juicios o asumimos cosas como ciertas, o tomamos decisiones sin
la suficiente información)? Sabiduría es reconocer que el enojo está al final
de una cadena, y que resulta prácticamente imposible acabar con él si no
cortamos los primeros eslabones. Desde otro punto de vista, podemos tapar el
enojo pero la “olla a presión” explotará por otro lado.
El proceso correcto es: tenemos buena
voluntad para oír (es decir, escuchar al que piensa distinto, no emitir juicios
apresurados, buscar información, orar), por lo tanto no hablamos rápidamente
(sabemos que nos podemos equivocar, que hay más cosas que deberíamos conocer) y
como consecuencia no nos enojamos fácilmente. Ahora bien, nadie dice que está
mal enojarse ante una injusticia, Jesús lo hizo, ¡el Padre lo hace! Lo que está
mal es actuar de manera indebida cuando nos enojamos y, por supuesto, enojarse
por todo. Hay gente que vive así, pero eso también es una cuestión “política”
si se quiere, es una estructura social de pensamiento.
La consecuencia del versículo 20 es clara: la
justicia de Dios no puede implantarse con enojo. Ahora bien, la justicia de
Dios significa que Sus diseños se establecen donde hay injusticia, y si hay
injusticia hay buenos motivos para estar enojados. El asunto, que queda claro
en toda la carta, es que los eternamente enojados no pasan ni cerca del modelo
de establecimiento de la justicia divina. Desde el inicio mismo no saben qué es
eso, simplemente están enojados HUMANAMENTE, y aunque la indignación sea frente
a una verdadera injusticia, el proceso no tiene nada que ver con el
establecimiento de la justicia divina.
¿Qué nos hace enojarnos? Conozco cristianos
enojados por diversas injusticias, pero lo están desde un punto de vista
humano. No es incorrecto humanamente hablando, pero es humano y no pueden traer
la justicia divina, en todo caso solamente hacer protestas humanas y a duras
penas conseguir algo socialmente que durará poco.
“Así que despójense de toda impureza y de
tanta maldad, y reciban con mansedumbre la palabra sembrada, que tiene el poder
de salvarlos.” El corolario sorprendente es que hay que recibir la Palabra con
mansedumbre, es decir, ¡estaban enojados por la Palabra de Dios! Que nadie se
sorprenda porque hay muchísimos cristianos que no pueden aceptar determinadas
verdades de las Escrituras, más bien, consideran que son palabras humanas de
predicadores enloquecidos y las rechazan con furia. Las confunden con las
falsas doctrinas, que sí hay que rechazar, pero no lo hacen.
Esa sana Palabra implantada nos hará oidores
atentos, lentos para hablar y más lentos aún para enojarnos.
Este no es la única relación causal que vemos
aquí, porque no se queda el asunto en simplemente oír, recibir y ser salvos,
sino también en poner en práctica, pero sobre eso charlaremos en el próximo
artículo.
Danilo Sorti
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