Salmos 119:65-72 DHH
65 Señor, tú has tratado bien a este siervo
tuyo,
conforme a tu promesa.
66 Enséñame a tener buen juicio y
conocimiento,
pues confío en tus mandamientos.
67 Antes de ser humillado cometí muchos
errores,
pero ahora obedezco tu palabra.
68 Tú eres bueno, y haces el bien;
¡enséñame tus leyes!
69 Los insolentes me acusan falsamente,
pero yo cumplo tus preceptos de todo corazón.
70 Ellos tienen la mente entorpecida,
pero yo me alegro con tu enseñanza.
71 Me hizo bien haber sido humillado,
pues así aprendí tus leyes.
72 Para mí vale más la enseñanza de tus
labios,
que miles de monedas de oro y plata.
Esta es la novena estrofa del Salmo 119, que
corresponde a la letra teth, ט, y sus ocho versos
empiezan con ella, tiene 52 palabras. La letra corresponde al número 9 y
significa “serpiente”, o algo envolvente.
Nueve representa el tiempo de la “visitación”
de Dios, esto es, cuando Él decide investigar, reunir la evidencia y exponer lo
que hay en el corazón. La escena es parecida a la de una corte divina, en la
que Dios analiza un caso y determina Su veredicto. La serpiente que envuelve
nos figura la situación de ser rodeados por el Señor: para investigar pero
también para proteger.
El tono de esta sección no es muy diferente
al del resto del Salmo. Todo él es un elogio a la ley de Dios, expresión que
aparece en casi todos los versículos. Pero aquí el énfasis está en la palabra
“humillado”, que aparece mucho en el Antiguo Testamento y un par de veces más
en el Salmo 119. Tiene un significado bastante amplio, tanto literal como
figurado: menospreciar, intimidar, deprimir, abatir, afligir, debilitar,
deshonrar, dominar, forzar, humillar, molestar, opresor, oprimir, quebrantar,
sufrir, someterse, sumiso, violar, violencia. Se traduce con otras expresiones
en diversas versiones, pero el conjunto de significados se puede entender bien,
y cuadran dentro de lo que hoy llamamos “humillar”.
El salmista reconoce la importancia de haber
sido humillado: “Antes de ser humillado cometí muchos errores, pero ahora
obedezco tu palabra.” “Me hizo bien haber sido humillado, pues así aprendí tus
leyes.” Y podríamos agregar el versículo 75: “Señor, yo sé que tus decretos son
justos
y que tienes razón cuando me afliges.”
Es claro que el propósito del mundo NO ES ser
humillado, sino todo lo contrario. Con mucha dificultad se llega a reconocer en
los ámbitos emprendedores y empresariales, estudiantiles y de “autoayuda” el
valor del fracaso como medio de aprendizaje. Y más bien parece un “premio
consuelo”. Pero se habla de “fracaso” y no de “humillación”, que tiene que ver
pero es más profundo aún.
Algo parecido pasa en ámbitos cristianos,
muchas veces el creyente es visto como “un ser en perfeccionamiento”, que, si
bien no es incorrecto, es el centro del mensaje de Satanás para engañar a
millones con algún sistema de “autoayuda” o de religiones orientales que más
bien tratan de mejorar al hombre. Así, buena parte de nuestra predicación y
práctica cristiana termina cayendo en “cómo tener éxito”, “cómo superar los
problemas”, o incluso, “cómo alcanzar la santidad” (poco en este tiempo…) pero
la experiencia de la humillación es olvidada, o en el mejor de los casos, vista
de lejos, y por lo tanto, incomprendida, no valorada y terrible cuando ocurre.
Sin embargo el hecho mismo de la cruz implicó
el acto de humillación más grande en toda la historia de la Creación: el
Creador resulta humillado y muerto por Sus mismas creaturas. La experiencia de
la conversión y nuevo nacimiento, simbolizada en el bautismo, es una
experiencia de humillación: no puede haber genuino arrepentimiento sin
verdadera humillación, sin que nos demos cuenta de lo que verdaderamente hemos
sido sin Cristo, y nos sintamos profundamente avergonzados y humillados delante
de Él por eso.
De ahí en más no se supone que las “reglas de
juego” hayan cambiado, inevitablemente necesitamos pasar por crisis que
impliquen “humillación”, sea a través de otros o sea en nuestro interior,
solamente nosotros con Dios. De hecho, si más bien procuramos llegar al punto
en el cual somos humillados por el Espíritu Santo al ser expuestos nuestros
pecados delante de Dios en oración, probablemente no tengamos que pasar por
tantos episodios de humillación a manos de las personas, o mejor dicho, no seremos
ya humillados en esos episodios porque nos habremos despojado de nuestro
orgullo.
Y es que el orgullo nos lleva a cometer
errores. El orgullo nos aparta de la Palabra del Señor porque “ya sabemos” como
son las cosas, nos aparta del buen juicio y nos hace caer en la insensatez, por
más grados académicos que tengamos, nos aparta del verdadero conocimiento del
mundo espiritual.
En el texto del Salmo, la humillación viene
de mano de los “insolentes”: “Los insolentes me acusan falsamente, pero yo
cumplo tus preceptos de todo corazón. Ellos tienen la mente entorpecida, pero
yo me alegro con tu enseñanza.” Estos insolentes no son cualquier tipo de
adversario, sino aquellos especialmente preparados para herir con sus palabras.
Hay gente muy bien entrenada para eso, capaz de dejar expuesta y humillada a la
otra persona. El nivel de discusión política e ideológica que vemos hoy día, al
menos en nuestro país, lo ilustra muy claramente; no hay debate de ideas o
conocimientos científicos, ni siquiera de estructuras filosóficas; hay intentos
continuos de humillación al contrario para sostener su propia postura. Se hace
bien claro que “tienen la mente entorpecida”, por más que puedan decir una
catarata de palabras, su estructura de pensamiento es desquiciada y repleta de
errores y malas intenciones.
Pues bien, este tipo de gente, normalmente
fuera de las iglesias pero a veces adentro también, es la que el Señor usa para
“humillarnos”. Por supuesto, no siempre se trata de estas cuestiones
discursivas, a veces somos humillados en situaciones mucho más profunda, cuando
nuestros errores y faltas quedan expuestas, y sin que necesariamente
intervengan burladores.
Como sea, ya se trate de la acción de estos
charlatanes o de otras circunstancias de la vida, somos llevados a situaciones
de humillación. ¿Cómo reaccionamos?
Podemos enojarnos y pelear contra ello. No
está necesariamente mal el enojo, Jesús lo tuvo, pero se trata del enojo santo,
cuando Dios es ofendido y Su santidad despreciada. Claro que nos enojamos
cuando somos humillados, pero debemos llevar ese enojo a Dios para que nos diga
si es justo o si más vale debemos soportar la humillación hasta ser
purificados.
Entender el valor de la humillación, soportar
cuando somos humillados, nos abre puertas de autoridad y de conocimiento del
Señor. Allí nuestro carácter es transformado, cedemos en nuestro orgullo,
aprendemos la ley y entendemos un poco mejor como manejarnos en este mundo de
relaciones y personas.
Los episodios de humillación, “públicos” o
privados (ante Dios) son valiosísimas experiencias de crecimiento espiritual.
Si las entendemos y aprovechamos así, podremos crecer más rápido a través de
las múltiples instancias de “humillación” que atravesamos.
Danilo Sorti
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