Mateo 7:28-29 RVC
28 Cuando Jesús terminó de hablar, la gente
se admiraba de su enseñanza,
29 porque les enseñaba como quien tiene
autoridad, y no como sus escribas.
Aquí tenemos los últimos versículos de esta
sección que se ha llamado el “Sermón del Monte”, el sello de autoridad y
quiénes dieron testimonio de ella.
Todo el Sermón fue dirigido “a la gente”,
gente común en su mayoría, el pueblo, aunque también habría comerciantes,
algunos estudiosos o gente de dinero. De todas formas eso no importa en el
Evangelio, es “la gente”, los seres humanos hechos a imagen de Dios (y de paso,
oprimidos por el sistema religioso de la época) son los que dan testimonio de
la enseñanza de Jesús.
En eso se basa la Biblia: es el testimonio de
los hombres que se encontraron con Dios en medio de la historia, y dejaron ese
testimonio escrito. Esa debe ser la misma realidad de nosotros: nos encontramos
con Dios, tenemos un testimonio que contar, recibimos el testimonio de nuestros
hermanos, enseñamos las verdades que han sido adecuadamente testificadas. Es
decir, ¡aquí no hay nada de bonitas filosofías ni especulaciones teóricas!
La palabra “autoridad”, ἐξουσία, exousía,
aparece muchas veces en el Nuevo Testamento, y además de propiamente
“autoridad” se puede traducir como: derecho, libertad de escoger, poder,
control, fuerza, capacidad. Jesús es quien tiene la autoridad y el derecho
propio para enseñar porque Él es la Palabra, es el que tiene el poder y control
sobre todo, y la capacidad para hacer que Su Palabra sea hecha.
Obviamente sus oyentes estaban confundidos en
muchos aspectos, pero amaban a Dios y pudieron reconocer al que les enseñó con
verdadera autoridad, a diferencia de los que decían conocer la Ley.
La enseñanza tan simple de este pasaje
contrasta con la realidad de la Iglesia a lo largo de los siglos: vez tras vez,
de maneras a veces muy sutiles y otras demasiado evidentes, los hombres que
dicen hablar en nombre de Dios desvían la verdadera fuente de autoridad de
Cristo hacia ellos mismos. Pero los santos de Dios pueden reconocerlo.
Aclaremos: estos santos aman a Dios, procuran
servirle, tienen el Espíritu pero no son perfectos ni necesariamente profundos
conocedores de la Palabra, pero tienen el discernimiento necesario. Los
escribas y fariseos, que representaban a los “progres” de su época, desprecian
a la gente común y la tratan condescendientemente como ignorantes, sin darse
cuenta de que engañarlos a ellos es por demás de fácil. No así a la gente
“común” que ama a Dios. Escuchémoslos a ellos, no sea cosa que nosotros también
caigamos en el mismo orgullo y soberbia intelectual “progre” de nuestra época.
Al finalizar este discurso hubo un claro
cambio de autoridad. Jesús ya venía enseñando desde hacía un tiempo, pero las
palabras que recoge Mateo aquí constituyeron, probablemente, el punto de
inflexión a partir del cual la gente reconoció Su autoridad. Por supuesto, no
debemos olvidar que estas palabras habían sido respaldadas antes por los
milagros hechos.
¿A quién escucharemos nosotros? Siempre
tendremos gente que esgrimirá “credenciales” que no tienen que ver con la
verdadera autoridad espiritual. Siempre permanece la tentación de tomar como
autoridad espiritual al que dice palabras más bonitas y “profundas”.
Pero hay algo más, ¿por qué la gente debería
escucharme a “mí”? Es decir, ¿tengo “yo” el mismo tipo de autoridad de Jesús,
la gente puede decir de mí algo parecido? La tentación de convertirse en
“escriba” siempre está presente, y en esencia consiste en “repetir” las
enseñanzas de otros. Los escribas citaban a maestros y rabinos del pasado,
haciendo algo que sería lo más lógico para cualquier teólogo que hoy quisiera
escribir el más pequeño artículo.
No estoy diciendo que esté mal citar a otros
autores: nosotros no somos “la Palabra”, y en realidad siempre tomamos el
testimonio de muchos otros para configurar nuestra enseñanza. No hay nada malo
en ello, siempre y cuando sea el Espíritu Santo el que esté detrás del proceso.
Entonces, no importa a quién estemos citando o cuándo hayan sido dichas esas
palabras, porque serán plenamente vivas para los oyentes.
Los estudiosos cuidan con detalle que se
citen las fuentes y los autores. No está mal. Pero la gente común no tiene esos
problemas, y sería algo verdaderamente engorroso que alguien lo hiciera en una
enseñanza oral (y en una escrita debería permanecer al pié de página). En
muchas iglesias grandes, donde el liderazgo carece de capacitación, es casi
obligatorio citar las palabras del apóstol de la iglesia. En realidad, nadie
puede predicar nada que esté muy lejos de lo que haya dicho en las últimas
semanas. Lo mismo que antes, pero más burdo.
Dios podría haber dejado testimonio de la
autoridad de Su Palabra mediante reyes y sacerdotes, y eso pasó en parte en los
tiempos del Antiguo Testamento, y en la historia también, pero en las páginas
del Nuevo Testamento quiso dejar el testimonio de autoridad en boca de la gente
común. ¡Hace falta humildad para recibir tal testimonio! Esa es la “piedra de
tropiezo” que el Señor mismo ha puesto, para que solo entren los humildes a Su
Reino. No deberíamos intentar quitarla cuando predicamos, ¿por qué tratar de
meter a gente que nunca debería estar, no al menos con la actitud incorrecta?
Es como tirar perlas a los cerdos, tal como diría el Señor versículos antes.
Y este pasaje nos desafía a nosotros: ¿con
qué autoridad enseñamos? Y si tuvimos al principio la autoridad correcta, ¿la
seguimos manteniendo? No se trata de cuántos autores citamos o cuántos libros
hayamos leído, ni de cuan complejas o bonitas sean nuestras palabras sino de
cuál sea nuestra autoridad delante de Dios, la autoridad que viene de Él.
Danilo Sorti
No hay comentarios:
Publicar un comentario