lunes, 25 de junio de 2018

515. El Sermón del Monte – XXVII La verdadera autoridad


Mateo 7:28-29 RVC
28 Cuando Jesús terminó de hablar, la gente se admiraba de su enseñanza,
29 porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas.

Aquí tenemos los últimos versículos de esta sección que se ha llamado el “Sermón del Monte”, el sello de autoridad y quiénes dieron testimonio de ella.

Todo el Sermón fue dirigido “a la gente”, gente común en su mayoría, el pueblo, aunque también habría comerciantes, algunos estudiosos o gente de dinero. De todas formas eso no importa en el Evangelio, es “la gente”, los seres humanos hechos a imagen de Dios (y de paso, oprimidos por el sistema religioso de la época) son los que dan testimonio de la enseñanza de Jesús.

En eso se basa la Biblia: es el testimonio de los hombres que se encontraron con Dios en medio de la historia, y dejaron ese testimonio escrito. Esa debe ser la misma realidad de nosotros: nos encontramos con Dios, tenemos un testimonio que contar, recibimos el testimonio de nuestros hermanos, enseñamos las verdades que han sido adecuadamente testificadas. Es decir, ¡aquí no hay nada de bonitas filosofías ni especulaciones teóricas!

La palabra “autoridad”, ἐξουσία, exousía, aparece muchas veces en el Nuevo Testamento, y además de propiamente “autoridad” se puede traducir como: derecho, libertad de escoger, poder, control, fuerza, capacidad. Jesús es quien tiene la autoridad y el derecho propio para enseñar porque Él es la Palabra, es el que tiene el poder y control sobre todo, y la capacidad para hacer que Su Palabra sea hecha.

Obviamente sus oyentes estaban confundidos en muchos aspectos, pero amaban a Dios y pudieron reconocer al que les enseñó con verdadera autoridad, a diferencia de los que decían conocer la Ley.

La enseñanza tan simple de este pasaje contrasta con la realidad de la Iglesia a lo largo de los siglos: vez tras vez, de maneras a veces muy sutiles y otras demasiado evidentes, los hombres que dicen hablar en nombre de Dios desvían la verdadera fuente de autoridad de Cristo hacia ellos mismos. Pero los santos de Dios pueden reconocerlo.

Aclaremos: estos santos aman a Dios, procuran servirle, tienen el Espíritu pero no son perfectos ni necesariamente profundos conocedores de la Palabra, pero tienen el discernimiento necesario. Los escribas y fariseos, que representaban a los “progres” de su época, desprecian a la gente común y la tratan condescendientemente como ignorantes, sin darse cuenta de que engañarlos a ellos es por demás de fácil. No así a la gente “común” que ama a Dios. Escuchémoslos a ellos, no sea cosa que nosotros también caigamos en el mismo orgullo y soberbia intelectual “progre” de nuestra época.

Al finalizar este discurso hubo un claro cambio de autoridad. Jesús ya venía enseñando desde hacía un tiempo, pero las palabras que recoge Mateo aquí constituyeron, probablemente, el punto de inflexión a partir del cual la gente reconoció Su autoridad. Por supuesto, no debemos olvidar que estas palabras habían sido respaldadas antes por los milagros hechos.

¿A quién escucharemos nosotros? Siempre tendremos gente que esgrimirá “credenciales” que no tienen que ver con la verdadera autoridad espiritual. Siempre permanece la tentación de tomar como autoridad espiritual al que dice palabras más bonitas y “profundas”.

Pero hay algo más, ¿por qué la gente debería escucharme a “mí”? Es decir, ¿tengo “yo” el mismo tipo de autoridad de Jesús, la gente puede decir de mí algo parecido? La tentación de convertirse en “escriba” siempre está presente, y en esencia consiste en “repetir” las enseñanzas de otros. Los escribas citaban a maestros y rabinos del pasado, haciendo algo que sería lo más lógico para cualquier teólogo que hoy quisiera escribir el más pequeño artículo.

No estoy diciendo que esté mal citar a otros autores: nosotros no somos “la Palabra”, y en realidad siempre tomamos el testimonio de muchos otros para configurar nuestra enseñanza. No hay nada malo en ello, siempre y cuando sea el Espíritu Santo el que esté detrás del proceso. Entonces, no importa a quién estemos citando o cuándo hayan sido dichas esas palabras, porque serán plenamente vivas para los oyentes.

Los estudiosos cuidan con detalle que se citen las fuentes y los autores. No está mal. Pero la gente común no tiene esos problemas, y sería algo verdaderamente engorroso que alguien lo hiciera en una enseñanza oral (y en una escrita debería permanecer al pié de página). En muchas iglesias grandes, donde el liderazgo carece de capacitación, es casi obligatorio citar las palabras del apóstol de la iglesia. En realidad, nadie puede predicar nada que esté muy lejos de lo que haya dicho en las últimas semanas. Lo mismo que antes, pero más burdo.

Dios podría haber dejado testimonio de la autoridad de Su Palabra mediante reyes y sacerdotes, y eso pasó en parte en los tiempos del Antiguo Testamento, y en la historia también, pero en las páginas del Nuevo Testamento quiso dejar el testimonio de autoridad en boca de la gente común. ¡Hace falta humildad para recibir tal testimonio! Esa es la “piedra de tropiezo” que el Señor mismo ha puesto, para que solo entren los humildes a Su Reino. No deberíamos intentar quitarla cuando predicamos, ¿por qué tratar de meter a gente que nunca debería estar, no al menos con la actitud incorrecta? Es como tirar perlas a los cerdos, tal como diría el Señor versículos antes.

Y este pasaje nos desafía a nosotros: ¿con qué autoridad enseñamos? Y si tuvimos al principio la autoridad correcta, ¿la seguimos manteniendo? No se trata de cuántos autores citamos o cuántos libros hayamos leído, ni de cuan complejas o bonitas sean nuestras palabras sino de cuál sea nuestra autoridad delante de Dios, la autoridad que viene de Él.

Danilo Sorti





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