Efesios 1:15-23 RVC
15 Por esta causa también yo, desde que supe
de la fe de ustedes en el Señor Jesús y del amor que ustedes tienen para con
todos los santos,
16 no ceso de dar gracias por ustedes al
recordarlos en mis oraciones,
17 para que el Dios de nuestro Señor
Jesucristo, el Padre de gloria, les dé espíritu de sabiduría y de revelación en
el conocimiento de él.
18 Pido también que Dios les dé la luz
necesaria para que sepan cuál es la esperanza a la cual los ha llamado, cuáles
son las riquezas de la gloria de su herencia en los santos,
19 y cuál la supereminente grandeza de su
poder para con nosotros, los que creemos, según la acción de su fuerza
poderosa,
20 la cual operó en Cristo, y lo resucitó de
entre los muertos y lo sentó a su derecha en los lugares celestiales,
21 muy por encima de todo principado,
autoridad, poder y señorío, y por encima de todo nombre que se nombra, no sólo
en este tiempo, sino también en el venidero.
22 Dios sometió todas las cosas bajo sus
pies, y lo dio a la iglesia, como cabeza de todo,
23 pues la iglesia es su cuerpo, la plenitud
de Aquel que todo lo llena a plenitud.
Si levantamos un poco la vista a todo este
capítulo primero que estamos viendo en esta serie de artículos sobre la carta a
los efesios, es evidente el amor, el gozo y la admiración que hacia Dios que se
respira. Más aún cuando tenemos en cuenta que Pablo estaba prisionero por ese
tiempo. Es evidente que no se encontraba “viviendo” en el plano terrenal, es
decir, que por más que su cuerpo estuviera en esta Tierra, su espíritu se
encontraba en esos lugares celestiales que nos describe tan adecuadamente, esos
lugares donde el amor, la gloria, la santidad y la comunión del trino Dios lo
inundaban todo.
De verdad Pablo estaba entusiasmado con Dios,
totalmente cautivado por Él. ¿Cómo es que podía soportar tantos sufrimientos y
no parar ni un minuto (solamente cuando era encarcelado)? Debido a que había
conocido en una magnitud superior el amor de Dios.
Todos nosotros luchamos contra el pecado, y
así seguirá siendo mientras estemos en esta Tierra. Sin embargo, algunos han
podido avanzar mucho más en el camino, y otros siguen dando vueltas en el
desierto, sin poder vencer nunca los mismos pecados y por consiguiente, sin
poder recibir las bendiciones y comisiones que Dios quiere darles.
La verdad es que la victoria sobre el pecado
tiene un principio muy sencillo. Todos los seres humanos hacemos lo que, en el
fondo, nos gusta, nos hace sentir bien, nos da propósito, identidad, felicidad.
Podríamos decir que es la parte más “instintiva” de nuestro cerebro, la que
algunos llaman “animal” (dado que los animales fuertemente están regidos por
las emociones – instintos). Pero Dios nos creó así por algo, y es para que
nuestras decisiones estén basadas en el amor, no en especulación de
conveniencia. En el hombre sin pecado, al estar basado su accionar en el amor,
inevitablemente obraría bien porque Dios podría manifestarse y guiarlo.
En el hombre caído el principio sigue
actuando: nos movemos en base a sentimientos, pero ahora en vez de ser un amor
profundo se trata de la tríada fatídica: temor, culpa y vergüenza.
Pero el hijo de Dios ha recibido el Espíritu
que le permite vivir una vida completamente diferente, sin embargo, cuando se
queda en un nivel superficial del conocimiento de Dios, o reemplaza ese
conocimiento por conocimiento intelectual o “legal” (de las leyes de Dios), no
ha podido profundizar en el amor del Padre y por consiguiente, en su interior
no estará realmente entusiasmado con Dios, y vivir una vida de santidad será
una pesada carga, ¡porque no quiere hacerlo!
No podremos dejar de pecar, aún teniendo el
auxilio del Espíritu, si no hemos llegado a conocer a Dios, si no hemos
aceptado Su testimonio, si no nos abrimos por la fe a ese testimonio y a ese
amor. Sólo cuando “nos entusiasmamos” de veras con Dios, con todo lo que Él es,
con Su gloria, Su amor, Su presencia que nos llena de ese amor, es cuando el
pecado palidece y pierde valor. Mientras tanto, sigue siendo nuestra oculta
“razón de vivir”. No le demos más vueltas, no busquemos otro camino.
Pablo había llegado a vivir tan naturalmente
en ese ambiente espiritual que las palabras del capítulo uno fluyen de manera
espontánea, es claro que no tenemos ahí un mensaje estructurado como una
predicación formal; es el fluir del que vive en ese ámbito y puede narrarlo con
total familiaridad.
Eso mismo está perfectamente accesible para
nosotros, y es la clave de una vida en santidad, que nos permite traer un
pedazo del Cielo a esta Tierra.
Danilo Sorti
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