domingo, 14 de octubre de 2018

611. Éfeso: el modelo de Iglesia – X; el amor para no pecar


Efesios 1:15-23 RVC
15 Por esta causa también yo, desde que supe de la fe de ustedes en el Señor Jesús y del amor que ustedes tienen para con todos los santos,
16 no ceso de dar gracias por ustedes al recordarlos en mis oraciones,
17 para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, les dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él.
18 Pido también que Dios les dé la luz necesaria para que sepan cuál es la esperanza a la cual los ha llamado, cuáles son las riquezas de la gloria de su herencia en los santos,
19 y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros, los que creemos, según la acción de su fuerza poderosa,
20 la cual operó en Cristo, y lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su derecha en los lugares celestiales,
21 muy por encima de todo principado, autoridad, poder y señorío, y por encima de todo nombre que se nombra, no sólo en este tiempo, sino también en el venidero.
22 Dios sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio a la iglesia, como cabeza de todo,
23 pues la iglesia es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena a plenitud.

Si levantamos un poco la vista a todo este capítulo primero que estamos viendo en esta serie de artículos sobre la carta a los efesios, es evidente el amor, el gozo y la admiración que hacia Dios que se respira. Más aún cuando tenemos en cuenta que Pablo estaba prisionero por ese tiempo. Es evidente que no se encontraba “viviendo” en el plano terrenal, es decir, que por más que su cuerpo estuviera en esta Tierra, su espíritu se encontraba en esos lugares celestiales que nos describe tan adecuadamente, esos lugares donde el amor, la gloria, la santidad y la comunión del trino Dios lo inundaban todo.

De verdad Pablo estaba entusiasmado con Dios, totalmente cautivado por Él. ¿Cómo es que podía soportar tantos sufrimientos y no parar ni un minuto (solamente cuando era encarcelado)? Debido a que había conocido en una magnitud superior el amor de Dios.

Todos nosotros luchamos contra el pecado, y así seguirá siendo mientras estemos en esta Tierra. Sin embargo, algunos han podido avanzar mucho más en el camino, y otros siguen dando vueltas en el desierto, sin poder vencer nunca los mismos pecados y por consiguiente, sin poder recibir las bendiciones y comisiones que Dios quiere darles.

La verdad es que la victoria sobre el pecado tiene un principio muy sencillo. Todos los seres humanos hacemos lo que, en el fondo, nos gusta, nos hace sentir bien, nos da propósito, identidad, felicidad. Podríamos decir que es la parte más “instintiva” de nuestro cerebro, la que algunos llaman “animal” (dado que los animales fuertemente están regidos por las emociones – instintos). Pero Dios nos creó así por algo, y es para que nuestras decisiones estén basadas en el amor, no en especulación de conveniencia. En el hombre sin pecado, al estar basado su accionar en el amor, inevitablemente obraría bien porque Dios podría manifestarse y guiarlo.

En el hombre caído el principio sigue actuando: nos movemos en base a sentimientos, pero ahora en vez de ser un amor profundo se trata de la tríada fatídica: temor, culpa y vergüenza.

Pero el hijo de Dios ha recibido el Espíritu que le permite vivir una vida completamente diferente, sin embargo, cuando se queda en un nivel superficial del conocimiento de Dios, o reemplaza ese conocimiento por conocimiento intelectual o “legal” (de las leyes de Dios), no ha podido profundizar en el amor del Padre y por consiguiente, en su interior no estará realmente entusiasmado con Dios, y vivir una vida de santidad será una pesada carga, ¡porque no quiere hacerlo!

No podremos dejar de pecar, aún teniendo el auxilio del Espíritu, si no hemos llegado a conocer a Dios, si no hemos aceptado Su testimonio, si no nos abrimos por la fe a ese testimonio y a ese amor. Sólo cuando “nos entusiasmamos” de veras con Dios, con todo lo que Él es, con Su gloria, Su amor, Su presencia que nos llena de ese amor, es cuando el pecado palidece y pierde valor. Mientras tanto, sigue siendo nuestra oculta “razón de vivir”. No le demos más vueltas, no busquemos otro camino.

Pablo había llegado a vivir tan naturalmente en ese ambiente espiritual que las palabras del capítulo uno fluyen de manera espontánea, es claro que no tenemos ahí un mensaje estructurado como una predicación formal; es el fluir del que vive en ese ámbito y puede narrarlo con total familiaridad.

Eso mismo está perfectamente accesible para nosotros, y es la clave de una vida en santidad, que nos permite traer un pedazo del Cielo a esta Tierra.


Danilo Sorti




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