lunes, 14 de agosto de 2017

140. El engaño de la “santidad”

Isaías 65:1-5 RVC
1 Los que no preguntaban por mí, me buscaron; los que no me buscaban, me encontraron. A los que no invocaban mi nombre, les dije «Aquí me tienen».
2 Todo el día tendí mis manos hacia un pueblo rebelde, un pueblo que va por mal camino y en pos de sus pensamientos;
3 un pueblo que descaradamente me provoca a ira todo el tiempo, que ofrece sacrificios en los huertos y quema incienso sobre ladrillos;
4 un pueblo que se sienta entre los sepulcros y pasa la noche en lugares escondidos; que come carne de cerdo, y que en sus ollas tiene caldo de cosas inmundas;
5 un pueblo que dice: «Quédate donde estás y no te acerques a mí, porque yo soy más santo que tú». Todo esto es para mí como humo en la nariz; ¡es un fuego que arde todo el día!


Si dejamos de lado por un momento el versículo uno, el resto del pasaje, obviamente, se refiere a un contexto de idolatría. Pero si dejamos de lado las prácticas que mencionan, descubrimos un principio interesante y perturbador en el versículo cinco: “Quédate donde estás y no te acerques a mí, porque yo soy más santo que tú”. ¿Podemos encontrar esta “frase” en el ambiente cristiano hoy día? Excepto alguno que esté bastante fuera de sí, difícilmente alguien diría estas palabras en público, ¿pero existen estas actitudes?

Y sí, las hay, no hace falta buscar mucho para encontrar ministros “intocables”, hermanos que no quieren “contaminarse” con los que no siguen su forma de doctrina ni usan sus palabras más espirituales o simplemente no tienen renombre o familia o un determinado nivel económico. No me parece necesario hablar de eso porque es por demás de obvio, aunque creo que es bastante más común de lo que pienso. Vayamos más bien hacia formas más sutiles y difíciles de discernir. ¿Cómo comienza el camino de la “santidad enfermiza”?

Empieza de una manera muy loable: buscando agradar a Dios, buscando cumplir Su voluntad, buscando acercarnos más a él, pero entremedio se cuelan motivaciones menos loables. Queremos ser santos para no sufrir con el mundo, queremos ser santos para que Dios nos quiera más, queremos ser santos para obtener todo lo que pidamos, queremos ser santos para no tener que pasar por dudas, temores o posibles engaños, queremos ser santos para tener el poder de Dios totalmente a nuestra disposición y hacer milagros y señales cuando sea para avalar nuestro ministerio o para declarar juicio sobre los que nos molestan y que mueran aplastados como cucarachas!

Bueno, probablemente nadie va a decir eso, pero ¿no está algo de eso en nosotros? ¿Por qué razón queremos ser “santos”? ¿Estamos esperando ganar algunos favores con nuestra santidad? ¿Estamos esperando negociar algo con Dios? En definitiva, ¿estamos buscando la santidad para lograr manejar en algún sentido las manifestaciones de lo Alto, de tal manera que no dependan exclusivamente de la gracia de Dios sino de nuestros hechos (y voluntad)?

Hermanos, antes de responder apresuradamente a estas preguntas, mejor permitámosle al Espíritu que nos hable al corazón…

Entonces, cuando en el fondo hay alguna motivación incorrecta para buscar la santidad, bien camuflada, esa “santidad” (o algo que se le parece mucho) que estamos alcanzando nos va a hacer exclusivistas, es decir, vamos a terminar aislándonos de los hermanos para no contaminarnos con sus “desviaciones”. Y cuidado, aquí estoy hablando de los hermanos, no me refiero a los hipócritas y falsos, aquellos de quienes sí tenemos que alejarnos; me refiero a los cristianos genuinos, lavados con la misma sangre y que de verdad están procurando agradar al Señor.

Y es claro, cuando mi “santidad” es endeble, en realidad, una apariencia o una “construcción basada en esfuerzo humano”, necesito desesperadamente alejarme de los que no piensan exactamente como yo, ¡no sea que hagan tambalear toda mi estructura! … Pero también está claro que este tipo de santidad no tiene NADA QUE VER con la santidad de El Santo, el Único, que caminó entre nosotros, que tocó a los pecadores, que descendió a las profundidades de la tierra y que JAMÁS se contaminó, sino más bien todo lo contrario: Su SANTIDAD contagió a todos los que se acercó, y quienes no, tuvieron que huir. La verdadera santidad contagia a los otros.

Hay una salvedad que debemos hacer: mientras somos débiles y estamos creciendo, podemos ser fácilmente arrastrados por el error. Lo bueno es admitirlo y buscar la ayuda de otros.

Hay una verdadera santidad y una apariencia de santidad, o por lo menos, una santidad que se mantiene “oculta”, encerrada, fuera del contacto con aquellos a quienes debería bendecir. Este modelo de santidad es proclamado por ciertos profetas y apóstoles. No estoy hablando aquí de los falsos profetas de la prosperidad, sino de otros que tienen una doctrina buena, que de verdad buscan a Dios y escuchan Su voz, y que de verdad procuran agradarle… pero que están en este error del exclusivismo.

En este momento estoy pensando en un profeta conocido en Sudamérica, a quién aprecio mucho, pero cuyas iglesias, procurando vivir en justicia, terminan encapsulando su luz en cuatro paredes. ¿De qué sirve mi “santidad” si la luz del Señor no brilla a través mío para salvación? ¿Qué sentido tiene alcanzar un alto nivel de justicia si los pequeños que me rodean no resultan bendecidos y estimulados con ella?

Satanás tiene una amplia gama de engaños: hay algunos muy burdos, otros más sutiles y algunos en extremo sofisticados: la búsqueda de santidad, que termina encerrándonos en las paredes del temor y del exclusivismo, es uno de ellos. ¡Líbranos, Señor!


Danilo Sorti




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