2 Corintios 3:1-6 RVC
1 ¿Comenzamos otra vez a recomendarnos a
nosotros mismos? ¿O tenemos acaso que presentarles a ustedes, o pedir de
ustedes, cartas de recomendación, como hacen algunos?
2 Nuestras cartas son ustedes mismos, y
fueron escritas en nuestro corazón, y son conocidas y leídas por todos.
3 Es evidente que ustedes son una carta
escrita por Cristo y expedida por nosotros; carta que no fue escrita con tinta
sino con el Espíritu del Dios vivo, y no en tablas de piedra sino en las tablas
de corazones que sienten.
4 Ésta es la confianza que tenemos ante Dios
por medio de Cristo.
5 Y no es que nos creamos competentes por
nosotros mismos, como si esta competencia nuestra surgiera de nuestra propia
capacidad. Nuestra competencia proviene de Dios,
6 pues él nos hizo ministros competentes de
un nuevo pacto, no de la letra, sino del Espíritu; porque la letra mata, pero
el Espíritu vivifica.
En el pasado y en el presente, los grandes
errores y desviaciones teológicas han sido y son introducidas por líderes de la
iglesia, especialmente si tienen renombre. Mientras muchos pastores se
esfuerzan en alertar al pueblo en contra de algunos hermanos que “andan por
ahí” hablando “falsas doctrinas”, el verdadero problema siempre han sido,
precisamente, aquellos líderes que se han desviado de la verdad.
Ahora bien, dado que los cristianos solemos
ser muy bien “entrenados” para aceptar los títulos sin cuestionamientos,
deberíamos preguntarnos cuán válidos resultan dichos títulos.
En el ámbito secular, para obtener una
titulación uno debe pasar por un proceso más o menos largo y demostrar su
competencia a través de diversas evaluaciones; y el título obtenido finalmente
no es válido si no está refrendado por una institución superior: en algunos
casos el gobierno provincial, en otros el Rectorado de la Universidad.
Algo parecido pasa en la Iglesia, con la
diferencia que ninguna iglesia tiene autoridad para otorgar ningún don ni
ningún título, sino simplemente reconocer (y ayudar a capacitar) a los ya
llamados y ungidos por el Espíritu. Y finalmente, ningún ministerio tiene valor
si no está refrendado por el Espíritu.
Existen algunas profesiones que deben
periódicamente revalidar sus competencias, pero todos los profesionales pueden
perder su habilitación para ejercer ante una falta ética o profesional grave.
De la misma forma, aunque los dones son irrevocables, no hay “habilitación
vitalicia” dentro del servicio ministerial: ¡nosotros refrendamos nuestra
titulación cada día ante el Espíritu!
Hermanos, la Biblia en clara en cuanto a los
requisitos necesarios para ejercer un ministerio público, pero casi todas las
iglesias le quitan o le agregan condiciones. Y, junto con los genuinamente
capacitados y reconocidos, existe una enorme cantidad hoy de “lobos con piel de
corderos” que han obtenido sus “cartoncitos coloreados” o sus “carnets
plásticos” por amiguismo, por pertenecer a la familia pastoral, por
manipulaciones políticas, por ofrendar jugosos diezmos o por haber aparentado
muy bien.
No voy a hablar aquí de los muy claros y
simples principios que enseña la Biblia para reconocer autoridades, solamente
quiero enfocarme en una cosa: el simple hecho de esgrimir un título de profeta,
pastor, evangelista, maestro o apóstol no es demasiada garantía hoy. Hermano,
si puedes ser libre de la hábil manipulación que ocurre en (casi) todas las
iglesias en relación con “no cuestionar al ungido de Dios”, y puedes buscar las
verdaderas pruebas de tal unción (o falta de unción), estarás libre de muchísimos
engaños. Hoy día, incluso ministros (relativamente) santos y ungidos enseñan
con furia y maldiciones en contra de cuestionar de manera correcta a los
siervos de Dios.
Veamos el ejemplo de Pablo que leímos más
arriba: Dios lo había llamado, poco le importó el reconocimiento de los
hombres, sabía quién era y qué tenía que hacer, lo aceptaran o no. La iglesia
de Corinto se había vuelto en contra de su fundador, y le cuestionan su
llamado. ¿Qué responde Pablo? Sencillamente les muestra los frutos de su
ministerio: ellos mismos.
Los falsos pastores, profetas, maestros,
apóstoles y evangelistas han traído en los últimos años una terrible confusión
a la Iglesia de Cristo. Si bien la mayoría de ellos ostenta un “título”, y
probablemente tengan dones (de lo alto o de lo bajo no lo sé…), sin dudas sus
frutos son desastrosos; pero tienen el “certificado oficial” que los habilitó
en algún momento para entrar al ámbito de la Iglesia. Hermanos, ¿por qué
habremos de aceptar un título sólo por lo que dice? ¿Quién lo “expidió” y en
qué circunstancias? ¿El tal ministro se mantuvo en la enseñanza bíblica?
Pablo no tuvo problemas en mostrar los frutos
de su ministerio; no le preocupó en lo más mínimo esgrimir ningún título, que
lo tenía; ni siquiera se refirió al llamado personal que tuvo del Señor ni a
sus revelaciones y manifestaciones del Espíritu a través suyo, lo cual no
hubiera sido incorrecto. Y aún cuando defendió su ministerio atribuyó toda la
gloria a Dios Padre, Hijo y Espíritu, para que nadie creyera que era “su”
ministerio o “su” poder.
Muchas veces escuchamos (aparentemente)
grandes ministerios internacionales que hablan de maravillas tremendas que
(también aparentemente) Dios hace a través de ellos. Bien, “Todo asunto se
resolverá por el testimonio de dos o tres testigos.”, dijo Pablo en la misma
carta (II Corintios 13:1). No seamos tan crédulos, hermanos.
¡Señor, danos gracia y conocimiento para
saber pesar correctamente los ministerios y no dejarnos engañar por las
apariencias!
Danilo Sorti
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