lunes, 14 de agosto de 2017

150. ¿De dónde viene tu título?

2 Corintios 3:1-6 RVC
1 ¿Comenzamos otra vez a recomendarnos a nosotros mismos? ¿O tenemos acaso que presentarles a ustedes, o pedir de ustedes, cartas de recomendación, como hacen algunos?
2 Nuestras cartas son ustedes mismos, y fueron escritas en nuestro corazón, y son conocidas y leídas por todos.
3 Es evidente que ustedes son una carta escrita por Cristo y expedida por nosotros; carta que no fue escrita con tinta sino con el Espíritu del Dios vivo, y no en tablas de piedra sino en las tablas de corazones que sienten.
4 Ésta es la confianza que tenemos ante Dios por medio de Cristo.
5 Y no es que nos creamos competentes por nosotros mismos, como si esta competencia nuestra surgiera de nuestra propia capacidad. Nuestra competencia proviene de Dios,
6 pues él nos hizo ministros competentes de un nuevo pacto, no de la letra, sino del Espíritu; porque la letra mata, pero el Espíritu vivifica.


En el pasado y en el presente, los grandes errores y desviaciones teológicas han sido y son introducidas por líderes de la iglesia, especialmente si tienen renombre. Mientras muchos pastores se esfuerzan en alertar al pueblo en contra de algunos hermanos que “andan por ahí” hablando “falsas doctrinas”, el verdadero problema siempre han sido, precisamente, aquellos líderes que se han desviado de la verdad.

Ahora bien, dado que los cristianos solemos ser muy bien “entrenados” para aceptar los títulos sin cuestionamientos, deberíamos preguntarnos cuán válidos resultan dichos títulos.

En el ámbito secular, para obtener una titulación uno debe pasar por un proceso más o menos largo y demostrar su competencia a través de diversas evaluaciones; y el título obtenido finalmente no es válido si no está refrendado por una institución superior: en algunos casos el gobierno provincial, en otros el Rectorado de la Universidad.

Algo parecido pasa en la Iglesia, con la diferencia que ninguna iglesia tiene autoridad para otorgar ningún don ni ningún título, sino simplemente reconocer (y ayudar a capacitar) a los ya llamados y ungidos por el Espíritu. Y finalmente, ningún ministerio tiene valor si no está refrendado por el Espíritu.

Existen algunas profesiones que deben periódicamente revalidar sus competencias, pero todos los profesionales pueden perder su habilitación para ejercer ante una falta ética o profesional grave. De la misma forma, aunque los dones son irrevocables, no hay “habilitación vitalicia” dentro del servicio ministerial: ¡nosotros refrendamos nuestra titulación cada día ante el Espíritu!

Hermanos, la Biblia en clara en cuanto a los requisitos necesarios para ejercer un ministerio público, pero casi todas las iglesias le quitan o le agregan condiciones. Y, junto con los genuinamente capacitados y reconocidos, existe una enorme cantidad hoy de “lobos con piel de corderos” que han obtenido sus “cartoncitos coloreados” o sus “carnets plásticos” por amiguismo, por pertenecer a la familia pastoral, por manipulaciones políticas, por ofrendar jugosos diezmos o por haber aparentado muy bien.

No voy a hablar aquí de los muy claros y simples principios que enseña la Biblia para reconocer autoridades, solamente quiero enfocarme en una cosa: el simple hecho de esgrimir un título de profeta, pastor, evangelista, maestro o apóstol no es demasiada garantía hoy. Hermano, si puedes ser libre de la hábil manipulación que ocurre en (casi) todas las iglesias en relación con “no cuestionar al ungido de Dios”, y puedes buscar las verdaderas pruebas de tal unción (o falta de unción), estarás libre de muchísimos engaños. Hoy día, incluso ministros (relativamente) santos y ungidos enseñan con furia y maldiciones en contra de cuestionar de manera correcta a los siervos de Dios.

Veamos el ejemplo de Pablo que leímos más arriba: Dios lo había llamado, poco le importó el reconocimiento de los hombres, sabía quién era y qué tenía que hacer, lo aceptaran o no. La iglesia de Corinto se había vuelto en contra de su fundador, y le cuestionan su llamado. ¿Qué responde Pablo? Sencillamente les muestra los frutos de su ministerio: ellos mismos.

Los falsos pastores, profetas, maestros, apóstoles y evangelistas han traído en los últimos años una terrible confusión a la Iglesia de Cristo. Si bien la mayoría de ellos ostenta un “título”, y probablemente tengan dones (de lo alto o de lo bajo no lo sé…), sin dudas sus frutos son desastrosos; pero tienen el “certificado oficial” que los habilitó en algún momento para entrar al ámbito de la Iglesia. Hermanos, ¿por qué habremos de aceptar un título sólo por lo que dice? ¿Quién lo “expidió” y en qué circunstancias? ¿El tal ministro se mantuvo en la enseñanza bíblica?

Pablo no tuvo problemas en mostrar los frutos de su ministerio; no le preocupó en lo más mínimo esgrimir ningún título, que lo tenía; ni siquiera se refirió al llamado personal que tuvo del Señor ni a sus revelaciones y manifestaciones del Espíritu a través suyo, lo cual no hubiera sido incorrecto. Y aún cuando defendió su ministerio atribuyó toda la gloria a Dios Padre, Hijo y Espíritu, para que nadie creyera que era “su” ministerio o “su” poder.

Muchas veces escuchamos (aparentemente) grandes ministerios internacionales que hablan de maravillas tremendas que (también aparentemente) Dios hace a través de ellos. Bien, “Todo asunto se resolverá por el testimonio de dos o tres testigos.”, dijo Pablo en la misma carta (II Corintios 13:1). No seamos tan crédulos, hermanos.

¡Señor, danos gracia y conocimiento para saber pesar correctamente los ministerios y no dejarnos engañar por las apariencias!


Danilo Sorti




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